Historias Arbitrales de los Mundiales (1): John Langenus, el arbitro de la primera final de un Mundial
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El belga John Langenus fue uno de esos personajes asombrosos que el fútbol era capaz de generar y que ahora resultan impensables. Fue posiblemente el primer árbitro conocido a nivel mundial y que compatibilizaba su labor en el campo con la de periodista deportivo. Eso le hizo célebre, pero también su particular forma de vestirse para arbitrar y por haber sido el encargado de dirigir la primera final del Mundial de la historia, la de 1930, Uruguay y Argentina en Montevideo. Toda una aventura para quien debía repartir justicia en medio de la locura.
John Langenus, nacido en las afueras de Amberes en 1891, era un personaje singular que llegó al arbitraje después de probar sin éxito sus habilidades como futbolista. El silbato le ofrecía la posibilidad de permanecer en contacto con esa pasión y al mismo tiempo conocer mundo. Tenía una profunda formación, dominaba cuatro idiomas y cuando no arbitraba se le podía encontrar en su puesto de trabajo como jefe de gabinete del Gobernador de Amberes.
Su caso es más excepcional porque compatibilizaba el arbitraje con la labor de periodista deportivo para la revista alemana Kicker, a quienes enviaba las crónicas de los partidos que acababa de dirigir. En la mayoría de las ocasiones se sentaba en el vestuario al acabar el partido y se sentaba a redactar la colaboración para tener más frescos los detalles. Luego telefoneaba y la dictaba a algún teclista. Le gustaba el fútbol, entenderlo y explicárselo a la gente.
No tardó en ganarse el respeto del mundo del fútbol y en adelantarse al inglés David Elleray como el primer árbitro al que podía considerarse mediático. Su más de metro noventa imponía respeto a los futbolistas y su vestimenta la convirtió en todo un personaje. En un tiempo en el que no existían normas sobre cómo debían vestir los árbitros, Langenus se distinguió precisamente del resto gracias a su imagen. Solía saltar al campo con unos pantalones bombachos hasta las rodillas -al estilo de los jugadores de golf de la época-, medias negras, camisa blanca, americana oscura y corbata negra. No tardó en aparecer en compromisos internacionales. Era un filón para el arbitraje disponer de un árbitro capaz de entenderse con futbolistas de diferentes países gracias a sus conocimientos de castellano, inglés, italiano, francés y alemán.
Su fama fue creciendo durante la década de los años veinte hasta que en el Mundial de 1930 en Uruguay se produjo su definitiva confirmación. Allí dirigió un par de partidos de las primeras fases y la semifinal en la que Argentina se impuso 6-1 a Estados Unidos. Después de ese encuentro -y de mandar la crónica a Kicker- Langenus se marchó a conocer Buenos Aires como un turista más. Allí recibió una llamada en la que le comunicaron que él arbitraría la esperada final entre Uruguay y Argentina en el estadio Centenario de Montevideo. La noticia le aterró. Durante su estancia en Buenos Aires había comprobado en primera persona la pasión desmedida que existía en torno al partido y pensó que lo primero que debía hacer era garantizar su seguridad y la rápida huida de Montevideo para evitar cualquier clase de desgracia. Lo que más le costó fue convencer al capitán del Duilio de que retrasase su salida hacia Europa. Era la única posibilidad que tenía de abandonar Uruguay el mismo día de la final, pero la hora prevista (las tres de la tarde) le complicaba la tarea porque a esa hora debía comenzar el partido. Sufrió, pero al final obtuvo garantías de que esperarían por él.
El día antes del partido se embarcó desde Buenos Aires en uno de los buques que iban saturados de aficionados argentinos. Ninguno supo que aquel viajero apretujado entre ellos, de buenos modales y que impresionaba por su estatura, era el encargado de repartir justicia en el partido más importante de la historia.
Langenus, a partir de ese momento tuvo que lidiar con toda clase de problemas derivados de la disputa del partido. Lo explicaría luego con detalle en la crónica que envió al semanario alemán y en Silbando por el mundo, el libro que escribió después de su retirada y en la que narró todas las experiencias que el fútbol le regaló a lo largo de su vida. Es un libro de deporte, pero también de los escenarios y países que se encontraba a su paso. Ahí es donde el belga confirma que él fue quien decidió que se jugase cada tiempo con un balón -Uruguay y Argentina trataron de imponer su propia pelota-, pero su relato le sirvió sobre todo para criticar la exagerada agitación que rodeó el ambiente y en la que participaron sus protagonistas y todos los que debían de haber puesto un poco de cordura.
Uruguay se impuso después de remontar en el segundo tiempo y Langenus tomó decisiones arriesgadas como conceder el protestado segundo gol de Argentina poco antes del descanso y que suponía el momentáneo 1-2 que enmudeció un estadio en el que, según algunos cálculos de difícil comprobación, había cerca de dos mil aficionados que habían entrado con un arma de fuego en previsión de que aquello terminase convertido en una guerra.
Finalizado el partido Langenus salió del campo como si se lo llevase el demonio. Dejó la crónica para un poco más tarde y se presentó en el puerto dispuesto a embarcar en el Duilio. Allí comprobó que su apuro había resultado inútil. La niebla había caído sobre el Río de la Plata y las autoridades habían prohibido el tráfico de embarcaciones. Encerrado en su camarote aguardó la partida del buque que le llevó de vuelta a Europa. Allí seguiría arbitrando con su reconocible figura, su facilidad para los idiomas y su exquisita educación. Estuvo, aunque de forma casi testimonial, en los Mundiales de 1934 y 1938. Después se retiró convencido de que había cumplido con su tarea: impartir justicia y que la crónica llegase siempre a tiempo.
Fuente: laopinioncoruna.es